(publicado en revista ideele, dic 2009)
A Víctor Raúl Haya de la Torre le gustaba citar a Aristóteles diciendo “el hombre es un animal político”, para luego agregar “si no es político, se queda en animal”. ¿Cómo hablar del hombre entonces, más allá de la política?
Conocí a Víctor Raúl escuchando sus discursos en las plazas de los libros de historia, ubicadas convenientemente bajo subtítulos como “APRA” o “Política del siglo XX”. Luego conocí a otro Haya, un hombre familiar que hacía esperar en la calle a la política mientras almorzaba en la casa de mis abuelos años antes de que yo naciera. No tocaba la política en la casa, me cuenta mi tía Blanca Benavides de Morales.
El hombre de familia
Víctor Raúl no se casó ni tuvo hijos. Quizá buscando la familia que no creó visitaba a su prima Mercedes, mi bisabuela, en su casa de la avenida Arequipa y luego en la casa de mis abuelos, en Miraflores. Eran como hermanos —me dice mi abuela, Elsa Ganoza de Benavides—: muy unidos desde criaturas.
Mercedes de la Torre es una constante en la vida de Víctor Raúl. Los dos nacieron en 1895 en Trujillo y murieron uno después del otro, los dos a los ochenta y cuatro años. Hablaban casi todas las mañanas por teléfono —por horas, añade mi abuela—, hasta cuando Haya estaba asilado en la Embajada de Colombia. Mientras Víctor Raúl estuvo preso en el Panóptico, Mercedes le mandó todos los días la vianda, temiendo que lo envenenaran. Cuando Haya residía en Roma, viajaron juntos por Europa acompañados por mi bisabuelo Eduardo Ganoza y mi tía Florencia Cabrera. Villa Mercedes, la casa de Vitarte donde Víctor Raúl residió los últimos veinte años de su vida, pertenecía a mi bisabuela. Porque Haya no tenía dinero —explica mi tía Blanca—; cabeza es lo que tenía —agrega mi abuela—.
Mi tía Blanca recuerda que cuando era chica, sentada en la misma mesa donde ahora yo la entrevisto, se impresionaba al ver que Víctor Raúl se paraba en la mitad del almuerzo y recitaba una poesía, y después la mamama Mercedes contestaba otra, y así seguían. Valdelomar, Vallejo… empezaban y no paraban.
Tenía una memoria de elefante —exclama mi abuela—, y de qué no sabía el Viejo. Le hablabas de la China —me dice mi abuelo, Alberto Benavides de la Quintana— y sabía de la China. Le hablabas de la India, sabía de la India: que su religión, que sus costumbres, todo sabía.
Era un hombre interesantísimo —comenta mi tía Blanca—; con decirte que yo tenía muchos amigos antiapristas, de familias antiapristas, y venía Víctor Raúl y me decía que quería reunirse con un grupo de mis amigos, y no se hablaba nada de política, absolutamente nada de política; nos podíamos quedar hasta las dos, tres de la mañana. Él hablaba y todos se quedaban con la boca abierta.
Cuenta mi abuelo que cuando tenía como cuarenta años leyó Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó. Justo cuando acababa de terminar de leer el libro lo llamó su suegra, Mercedes, y le preguntó si podía ir a almorzar a su casa, que Víctor Raúl iba a ir. Ésta es la mía —pensó mi abuelo—: le voy a hablar de Ariel y de Rodó. Pero no lo fue. Lo sabía mejor que yo —dice mi abuelo, impresionado todavía después de tantos años—. Yo lo acababa de leer, pero él sabía todo y se acordaba de todo, aunque lo había leído, no sé, veinte años atrás.
El educador
Víctor Raúl era un hombre exquisito como intelectual —señala mi tío Roque Benavides—: hablaba inglés, alemán, francés, italiano; conoció a Einstein. No le importaba el aplauso fácil —me dice—; más allá de ser un orador de arengas, era un hombre al que le gustaba dejar un mensaje. Era un educador por esencia, un maestro.
En Trujillo, por 1972, 1973 —recuerda mi tío Roque—, le escuché un discurso de lo más aburrido en ese momento, sobre la estadística. Decía algo así: Lo que diferencia a los países desarrollados de los subdesarrollados es que los desarrollados tienen estadística y saben cómo planificar y hacia dónde ir, porque tienen una base de información. Los países subdesarrollados —nota mi tío Roque— ni siquiera el día de hoy tenemos cifras claras de desnutrición, de empleo, hasta de inflación, y entonces a partir de esas cifras no tan claras tenemos que planificar hacia el futuro.
Ese día, en Trujillo —cuenta mi tío Roque—, el público estaba esperando arengas del político, del hombre que daba un discurso el 22 de febrero (el día de su cumpleaños y el Día de la Fraternidad) en Lima y en Trujillo todos los años. Pero Víctor Raúl no estaba en las arengas sino en la educación.
Era un maestro dedicado, me dice Roque. Así como conversaba con los amigos de mi tía Blanca hasta las dos o tres de la mañana, y con los de mi abuelo hasta las cuatro o cinco (hablando él más de lo que hablábamos nosotros, aclara mi tía Blanca), me explica Roque que se pasaba hasta las cuatro o cinco de la mañana en el Partido Aprista todos los días dictando clase y conversando con la gente porque ésa era la hora en la que estaban libres. Y después llegaba a Villa Mercedes y se dedicaba a escribir. ¿Y a quién? —pregunta Roque—: a sus seguidores: de nuevo a enseñar.
El perseguido
Me cuenta mi abuelo que en el año 1938 o 1939, cuando era un alumno de segundo año de Ingeniería, fue a la casa de su tío Augusto Benavides porque le había hecho un plano de un terreno detrás de su casa, en lo que ahora es Los Cóndores. El tío Augusto se lo había pedido, pues quería denunciar el terreno para poder construir otras casas. Cuando llegó, el tío Augusto lo invitó a pasar para que conozca a unos señores. “Te presento al señor Haya de la Torre”, le dijo.
El Mariscal Óscar R. Benavides, cuñado del tío Augusto y entonces presidente del Perú, quería tomar preso a Haya de la Torre. ¿Qué hacía el tío Augusto escondiendo a la directiva del APRA? No dije una palabra —me confiesa mi abuelo—, pero Víctor Raúl empezó a preguntar que cómo iba a quedar el proyecto de las casas, y yo no pude cortar la conversación.
Mi abuelo llegó tarde a comer a su casa, a eso de las nueve de la noche. Cuando su papá le preguntó por qué se había demorado, le explicó que había estado con unos amigos del tío Augusto. No quería decir con quién —me cuenta—; no quería delatar a Víctor Raúl. Ah —le dijo su padre—, seguro que era Víctor Raúl Haya de la Torre. Dice Óscar que ahí está bien, que en la casa de Augusto está bien cuidado y no va a hacer ningún lío.
Quizá el futuro del APRA se decidió en un almuerzo de familia.
Aristóteles tenía razón
La política no es un trabajo de oficina que comienza a las siete de la mañana y termina a las cinco de la tarde. Es una vocación que tiene la mala costumbre de no respetar las puertas cerradas, ni esperar mientras uno almuerza. Parece que Víctor Raúl no cerraba bien la puerta de la casa de mis abuelos, porque la política, aunque no se hablara, terminó colándose en los almuerzos.
La relación con Mercedes funcionaba al margen de la política, pero su esposo Eduardo Ganoza fue segundo vicepresidente durante el mandato de José Bustamante y Rivero (1945-1948). Haya se unió con el Mariscal Benavides para formar el Frente Democrático Nacional pero, por razones políticas, no podía poner a ningún aprista de candidato. Por ello colocó a un miembro de su familia.
Es más: ya que mi abuelo había sido teniente alcalde de Lima en las épocas de Morales Bermúdez, cuando se llamó a elecciones municipales en el Gobierno de Belaunde, Haya le dijo que si se lanzaba de alcalde de Lima el APRA lo apoyaría. Mi abuelo respondió que de ninguna manera, pero que muchas gracias.
Más allá de la política, Haya era un hombre de familia… pero no mantuvo a su familia completamente ajena a la política. Más allá de la política, era un educador… pero educaba dando discursos en plazas, conversando en el Partido Aprista, escribiendo libros políticos. Haya no quiso cerrarle la puerta a la política, pero tampoco pudo. La política lo perseguía, y por ello sus relaciones personales incluyen anécdotas simpáticas como la de mi abuelo en Los Cóndores, pero también el sufrimiento que implica el no poder ver a la gente que quieres por miedo a que te maten o apresen.
El sufrimiento del animal político
El 2 de agosto de este año se cumplieron treinta años de la muerte de Víctor Raúl y coincidió que mi tío Roque estaba en Trujillo, por lo que fue a visitar la tumba de su tío.
Está por supuesto la piedra en el cementerio de Miraflores —describe Roque—, que dice simplemente “Víctor Raúl, 2 de agosto del año 1979”. En el piso hay otra piedra que dice Raúl Haya, nacido en tal año, muerto en 1934, época en la que Haya de la Torre estaba perseguido por el Mariscal Benavides. No pudo ir al entierro de su padre. Más abajo —me cuenta Roque— está Zoila Victoria de la Torre de Haya, fallecida en 1948, cuando Víctor Raúl estaba en la Embajada de Colombia. Tampoco pudo ir al entierro de su madre.
Como dice mi tío Roque, Víctor Raúl fue un hombre que sufrió mucho en su vida política, cosa que impactó al hombre más allá del político: su factor humano, su persona, su relación con su familia. Podemos discutir sus ideas —continúa Roque—, podemos decir que no eran lo más prácticas del mundo, pero nadie puede negar que dedicó su vida a lo que él creía. Ese hombre estaba tan enamorado de la política y era tan apasionado de la política que lo dejó todo por la política.
Buscando a Haya más allá del APRA, conversé con el tío Víctor Raúl, el que había conocido mi familia. Pero los recuerdos de una casa donde no se habla de política me han llevado de nuevo a las plazas de los libros de historia, y a los subtítulos “APRA” y “Política del siglo XX”. No se puede hablar de Víctor Raúl Haya de la Torre sin hablar de política. Haya creía en la política, y por ello era ante todo, y a costa de todo, un animal político.
Tuesday, December 22, 2009
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