Sunday, October 28, 2007

Miguel Littin


Yo no sabía quién era Miguel Littín. Lo más interesante de conocerlo fue que él sí lo sabía, a la perfección. En un tiempo de identidades subjetivas, él está seguro de ser Miguel Littín, director de cine, chileno, hijo de Cristina y Hernán. Se autodenomina naif, pero no le importa; él cree en la función humanizadora del arte, y no encuentra mejor motor que la creencia en la paz y la amistad entre los hombres. Es por eso que sus relatos son tan auténticos, tan humanos, tan comprometidos, y que es muy fácil ver el mundo a través de su cámara o sus palabras. El cine, me dijo, no es más que un sentimiento. Miguel Littín siente, y hace películas que son ante todo, sentimientos compartidos.

Esperándolo en el lobby del Marriot de Newton, Massachussets con la Sra. Berger, mi profesora de historia del arte, y Lyndsey, otra de sus alumnas, no sabía bien qué esperar. Me había pasado la tarde leyendo artículos sobre el exilio y el cine latinoamericano, y buscando a Littín en Wikipedia, así que tenía una vaga idea de quién era ese director tan famoso que venía a presentar su trabajo en mi universidad. Sabía que había nacido en Palmilla, Chile, y que sus padres eran de ascendencia griega y palestina. Sabía que su primera película, “El Chacal de Nahueltoro” había sido muy bien recibida por la crítica, que había sido exiliado por Pinochet, y que Gabriel García Márquez había escrito un libro sobre él. Mientras miraba los ascensores de vidrio subir y bajar, bajar y subir, y mi profesora preguntaba ansiosa--is that him?--yo me hacía la entendida y decía--I don’t think so--aunque dudaba poder reconocer al director joven y sonriente que me había presentado el Internet tras la neblina de los años.

Vestido con una simple camisa negra y cargando todavía en los ojos las interminables horas de vuelo que lo separaban de Santiago, Miguel Littín--chileno, director de cine--nos saludó excusándose por su tardanza. Yo no sabía bien cómo saludarlo. Después de tanto leer, ya le había otorgado un estatus de gigante, y no podía creer que tenía frente a mí a ese aventurero que describía García Marquez, ese artista comprometido que burló la dictadura de Pinochet filmando una película en el Chile de los ochentas, metiéndose hasta en la Moneda cuando su nombre figuraba entre los cinco mil exiliados no bienvenidos. Pero Miguel Littín me saludó de beso, y cuando le conté que era peruana me habló de Barranco y el centro de Lima, y me preguntó qué estudiaba y por qué, y de pronto me sentí muy cómoda con ese hombre que había sido un extraño hace tan sólo unos minutos. Y es que eso específicamente es lo que hace tan grande a Littín--lo genuino que es, el calor humano que caracteriza todo lo que hace.

Muy a la americana, nos reunimos con dos profesores para cenar al Marriot de Newton a las cinco y media de la tarde con planes de volver a la universidad a más tardar a las seis y media. Sentados entre mil banderas universitarias de la zona y frente a una vista panorámica del Charles River, Littín quedó perplejo frente a la langosta entera, muy New England, que le sirvió la mesera tailandesa. Y allí, en uno de los momentos más americanos de mi vida universitaria, Littín habló de latinoamerica, del cine de nuestra región, de las clases que dicta en Chile. Los latinoamericanos, nos dijo, somos más cinéfilos que cineastas. Yo respondí que sí porque los fondos y el apoyo del arte y no sé qué más argumentos pragmáticos. No, dijo Littín, es que es complicado hacer cine sobre una región que nos presenta una identidad tan difícil. ¿Cómo hacer un cine que sea auténticamente latinoamericano sin caer en el folklore? ¿Cómo presentar una región que no se decide entre ser Europa, y ser indígena, y ser inmigrante porque es todas y ninguna a la vez?

A las sies y quince, la Sra Berger ya andaba un poco nerviosa. Nos despedimos del Charles y las banderas universitarias con un brevísimo té, y nos lanzamos a la hora pico del tráfico de nuestro suburbio americano. La Sra. Berger, cuyo castellano no pudo correr al paso acelerado del acento chileno de Littín, me preguntaba--what did he say? Yo ya me empezaba a marear entre las curvas del carro y las que tenía que dar yo para volver al Marriot, recordar y traducir, cuando Lyndsey me rescató sacando de su mochila una copia de "Las aventuras de Miguel Littín clandestino en Chile", de Gabriel García Márquez. Te lo presto--me dijo.

Tan sólo unos minutos después, estaba en la universidad sentada junto a Lyndsey viendo una película de Littín: "La Última Luna". El cineasta la presentó como una historia de la Palestina de su abuelita, de cuando en ese lugar los palestinos y los judíos usaban las piedras para construir casas y no para pelear. En lugar de filmar la destrucción y la guerra actual, Littín reconstruyo los cuentos que había escuchado en su infancia a base de rincones que todavía quedaban intactos en medio de tanto caos. Denunció el crimen de la guerra describiendo una amistad, llena de desacuerdos pero muy fuerte, entre un palestino y un judío argentino que había inmigrado recientemente. Y esta denuncia es especialmente fuerte porque se basa en su historia, nace de un compromiso con su identidad, con su infancia, y es por eso que es tan genuina, tan humana. Salí del auditorio como salgo siempre del cine tras una buena película, un poco cansada. No sentía que había estado sentada por ciento cinco minutos, sino haciendo algo muy importante. Quizás no construyendo casas en la Palestina de comienzos de siglo, pero viviendo algo.

Me despedí de Littín fuera del edificio, pero su libro me acompañó hasta mi departamento en Undine Road, y la semana siguiente lo llevé casi de pura optimista en mi viaje a Nueva Orleáns. Llevaba también un libro de macroeconomía que tenía que estudiar para mis parciales de la semana siguiente, y me había prometido que no tocaría "La aventura" hasta terminar de estudiar. Pero en el avión entre “tan sólo unas cuántas páginas” y “está bien termino un capítulo y ya” y “bueno qué importa un poquitito más,” me crucé con Littín en su avión hacia Montevideo tras haber terminado de filmar un documental clandestino en el Chile de Pinochet. Es muy raro, pero lo que más me conmovió de su historia no fue los peligros que enfrentó, ni el sufrimiento que presenció, y menos la nostalgia de Allende que le causó, sino cuánto le dolió tener que estar disfrazado de ejecutivo uruguayo en su propio país.

Cuando pasó la aeromoza por el pasillo, yo ya me empezaba a poner ansiosa porque Littín se moría de nervios a mi costado mientras las autoridades chilenas registraban su avión. Yo, por mi parte,--me decía entre dientes--no podía soportar ni un minuto más la ignominia de vivir escondido dentro del otro. Sentí el impulso de levantarme, y recibir a gritos a los revisores: “Váyanse todos al carajo, yo soy Miguel Littín, director de cine, hijo de Cristina y Hernán, y ni ustedes ni nadie tienen derecho a impedirme que viva en mi país con mi propio nombre y mi propia cara.”--. Me entraron unas ganas espantosas de gritarle a alguien, de hacer eco de las palabras de Littín y añadir mi nombre y mi nacionalidad y que me da rabia en este país nadie entienda lo que significa ser peruana. Pero cuando la rubia aeromoza me preguntó si podía recoger mi vaso me comí mis palabras y le dije que sí, thank you very much. Littín hizo lo mismo, y entregó solemnemente su boleto de avión al controlador chileno.

Cerré el libro y me di cuenta que no es lo mismo, que esa aeromoza no tiene la culpa que yo ande extrañando la comida de mi casa, ni la música del carro de mi papá, ni las conversaciones en el patio del colegio. Puede que no le interese mucho mi nombre, mi identidad, mi nacionalidad; pero no me niega el derecho de expresarla. Qué se le va a hacer. A mí lo que me gustó de Miguel Littín fue que era genuino, que estaba seguro de quién era, que su identidad--aunque complicada--lo comprometía, y que de ahí nacía la fuerza de su expresión artística. Quizás por eso se me hace tan fácil compartir sentimientos con él, relacionarlos con mis propias experiencias, vivirlos a mi manera. Quizás por eso también, cuando regresé del viaje me encontré en la biblioteca de mi universidad preguntando: excuse me, do you have any movies about Chile?

1 comment:

Albertinho said...

Un relato genial Luci, me ha encantado leerlo. Me alegra leer que sientes eso por tu pais pero sin excluir los sentimientos de nadie. Supongo que todos sentimos las costumbres, la comida los sonidos, los olores de nuestro pais (cualquiera que cada uno sienta como su pais viva donde viva y haya nacido donde haya nacido) como únicos e inimitables y algo que necesitamos expresar y dar a conocer. Es precioso y como tu dirias, hermoso de expresar, y que mas da si la otra persona esta interesada o no, mientras te escuche y te deje expresarte. Por desgracia de donde yo soy somos expertos en la imposición de creencias y no por gusto, por eso es tan ampliamente recomfortante encontrar a alguien que muestra una sonrisa y escucha eso que llevas dentro sin taparte la boca.
No me imagino estar exiliado de Barcelona por razones de imposición de otro. El sentimiento debe ser demasiado fuerte. Me gustará ver las películas de Miguel Littin. Gracias por presentarmelo!